El tiempo no cura. Perdón por la rotundidad, pero las experiencias vividas no han hecho más que reafirmármelo. El tiempo no es un bálsamo que actúa movido por la inercia. Es la medida de nuestros actos, activos o pasivos. Ese ser, que mantiene su esencia en el cambio, evoluciona en el tiempo. Y el tiempo de cada uno se llena de verbos copulativos, transitivos, intransitivos... Y un verbo solo... no es.
Las acciones y estados. Las heridas. El presente se encarga de agudizar el dolor. A veces es insoportable... y también necesario para advertir que hay algo que no funciona bien; como la fiebre alta, como el sudor frío... o la palidez extrema. Los días atenúan su intensidad. Puede ser incluso que el alma se acostumbre a un peso que impide caminar ligero. Porque hay lastre. Si se prescinde del set de primeros auxilios, la cicatriz cierra en falso. Lo que podía haber sido un tajo más o menos profundo que el futuro embellece... o no... pero solo queda el rastro y un leve recuerdo, se infecta y es inevitable la amputación.
A veces hay adolescencias muy parecidas al de los soldados en un campo de batalla. La diferencia es que la vida no es una película en la que el protagonista, milagrosamente, apaña con un trapo sucio un torniquete y sigue corriendo como si el herido fuera otro combatiente. En la vida los personajes son redondos, conjugan muchos verbos a la vez; tienen sustancia.
Curar el alma del que no se entiende a sí mismo porque todavía está resolviendo las cuestiones que lo definen como persona individual, única. No hay otra que apelar al diálogo. Bffff... ¡Diálogo! Un vocablo que he oído con ocasión o sin ella hasta el hartazgo y muy pocas he sido testigo de su puesta en escena. Un buen día el niño grande se vuelve reservón, se encierra con llaves invisibles, duerme menos o duerme más, sus respuestas van acompañadas de cierta carga de amargura, sus reacciones son desproporcionadas... Tal vez sea un disgusto sin importancia o algo más. Ahí. Cuando es algo más, en ese diálogo que pretendemos, se evidencia la relación de los padres con los hijos, el trato amoroso, el cariño, el roce constante sin atosigar... desde siempre. Se evidencia porque o acuden al que los ha escuchado sin reservas o se dan la vuelta; conocen esas palabras rotundas e implacables que le han ido cerrando las puertas del desahogo. Afortunados los hijos que pueden hablar sin ser prejuzgados.
Ante la herida hay que enfrentarse, dicen. También hay que asumirla, dicen. Lo que no dicen es cómo. Recuerdo el "infierno" en la república por un ciudadano que vivió en primera persona humillaciones constantes alentadas por un adulto. La infección maleó un corazón bueno. Los años hicieron que un recuerdo fuera mutando hasta convertirse en pesadilla. Y llegó la mayoría de edad.
"Iré y le diré..." .
"¿Qué le dirías?"
...
"Ve; te acompaño"
Se vistió "de gala"; chupa de cuero negra, piercings, pantalones muy por debajo de la cintura, sienes rapadas y gafas oscuras... Nuestro querido amigo J. fue testigo del encuentro mientras yo me quedé rezando. Una apuesta arriesgada pero la única vía para dar salida a la sinceridad y al perdón.
Hablar, sincerarse ... y un ambiente propicio para que hablen y sean sinceros. Perdonar, perdonarse... y un clima cálido, amoroso donde el juicio se aparca para dejar paso al consejo.
Me hubiera gustado que en los tiempos complicados de mi juventud alguien me hubiera dicho: "Di lo que piensas... ahora... Revienta este grano de pus antes de que se forme un forúnculo y se deba intervenir. Perdónate... Dios ya lo ha hecho."
Como reza un libro de Neruda, Para nacer he nacido.